jueves, 31 de julio de 2008

Capítulo 29

Capítulo 29


La coordinación fue perfecta. Los cuatro bombarderos soltaron sendas bombas B53 al mismo tiempo.

El general Min-ho Park, informado del ataque inminente, aceptó la derrota y no corrió a refugiarse en un bunker –que a la postre resultó ser una protección totalmente ineficaz debido a la magnitud del ataque‑. Su último pensamiento fue que no caería sólo. Occidente, según sus informes estaba prácticamente abocado al caos.

Una de las bombas, con una potencia conjunta más de cien veces superior a la lanzada en la segunda guerra mundial sobre Hiroshima, borró Pyongyang de la faz de la tierra. Las tres restantes impactaron en diferentes puntos del país, sumiéndolo en una destrucción nunca vista. Bush nunca llegó a ver el desastre que había ordenado, falleció una hora antes, desangrado, en una agonía más que merecida.



Todo pudo haber acabado ahí, sin embargo la estupidez humana no conoce límites. Poco después de emprender el vuelo los bombarderos, el gobierno chino, reunido de urgencia decidió que los norteamericanos les creían culpables de la epidemia desatada y pensando que el ataque iba dirigido contra ellos se vieron en la errónea tesitura de contraatacar. Entonces comenzó el cataclismo, lo que las grandes potencias evitaron durante más de cincuenta años, se desató en horas.

Ordenaron el lanzamiento de sus misiles intercontinentales DF31 y JL2. El objetivo eran las bases y las grandes ciudades norteamericanas. El ataque no tomó por sorpresa a Estados Unidos, aunque no fuese esperado. El sistema era automático y reaccionó de inmediato, poniendo en funcionamiento el tan manido Escudo Antimisiles. Su tecnología puntera iba a ser puesta a prueba por primera y última vez.

En condiciones normales, los canales diplomáticos y las líneas establecidas entre los ejércitos se hubieran puesto en marcha para evitar el desastre, pero la epidemia había hecho bien su trabajo y pocas personas quedaban con la capacidad y decisión necesarias para detener el desastre.

Las órdenes estaban perfectamente automatizadas y no fue necesario el concurso humano para efectuar el contraataque. Una vez activado el Escudo, los ordenadores transmitieron las órdenes a los submarinos próximos a China. Tres misiles Trident II fueron lanzados desde un submarino. Cada uno de ellos llevaba doce cabezas de cuatrocientos setenta y cinco kilotones. Más de treinta bombas en total fueron lanzadas contra objetivos militares y ciudades chinas. No había defensa posible, no la tenían. Sólo podrían esperar el fallo en la detonación de alguna de las cabezas.

En tres horas China volvería a la edad de piedra. Los impactos conjuntos generarían un pulso electromagnético que dañaría cualquier aparato que necesitase electricidad, dejándolo inservible.
El gobierno chino optó por no irse sólo al infierno y amplió el radio de ataque a los países europeos con presencia norteamericana.

El Escudo funcionó a la perfección. Casi. Atlanta, y Los Ángeles fueron destruidas. De un total de cincuenta objetivos sólo se produjeron dos impactos. Europa no tuvo tanta suerte, debido a que el presidente Ruso –Putin‑, en su momento, se había negado a que Estados Unidos montara su Escudo Antimisiles allí. Paris y Berlín dejaron de existir entre las doce y la una del mediodía del lunes. La bomba lanzada sobre Londres alcanzó su objetivo pero no llegó a hacer explosión. Minutos más tarde otra ciudad europea sería destruida.

En Rusia, donde extrañamente se produjo el mayor número de supervivientes a la epidemia junto con otros países nórdicos, el gobierno se frotaba las manos ante el nuevo orden mundial que se les iba a presentar.

Se habían convertido, sin mediar en el conflicto, en la primera potencia mundial. O eso era lo que creían.
No contaban –nadie lo hacía‑, con los tenebrosos e inesperados efectos de la radiación.

lunes, 21 de julio de 2008

Capítulo 28

Capítulo 28


Eran ya la diez y cuarto de la mañana cuando Carlos y Jorge salieron de la casa a toda velocidad en dirección a Arteixo. Decidieron arriesgarse a ir por carretera, ya no había toque de queda a esas horas y si lo había pues al diablo con él, pasarían como fuese. Sus ojos sólo dejaban entrever ira y determinación.

Carlos conducía a velocidades extremas, exprimiendo la potencia del coche y exigiéndole lo que no había hecho nunca, mientras Jorge se dedicaba a rellenar todos los cargadores y comprobar que las armas funcionaban.

No se toparon con tráfico y tampoco con controles. Sí les llamó algo la atención que había bastantes coches abandonados sin más en los núcleos urbanos. Al llegar a la autovía exprimió el motor V8 de su automóvil a todo lo que daba. Doscientos cincuenta kilómetros por hora no se alcanzaban todos los días. Estaban eufóricos; se miraron y sonrieron. Ya no pensaban, estaban drogados, narcotizados por la más potente de las drogas, la propia adrenalina que generaba sus cerebros y que corría a chorro por sus venas.

Al llegar, tomaron la rotonda de entrada al pueblo, a ciento veinte por hora, por la izquierda, obviando las normas de tráfico. Los neumáticos emitieron el característico sonido de protesta, pero los diferentes sistemas electrónicos del vehículo realizaron su función a la perfección. Enfilaron la pequeña subida y cuando tomaron la última curva a derecha fueron recibidos por una lluvia de proyectiles. Dos individuos estaban en medio de la carretera disparándoles con pistolas.

‑Serán gilipollas –exclamó Carlos‑. Agáchate, se van a enterar.

Enfiló directamente hacia ellos, alguna bala daba en la carrocería, pero a más de treinta metros, al contrario que ocurría en las películas, las armas cortas eran prácticamente inútiles incluso en manos de un tirador experto, sobre todo con blancos móviles. Justo antes de llegar a su altura, pisó el embrague a la vez que tiraba del freno de mano y daba un enérgico volantazo. La reacción del coche fue la esperada, efectuó un perfecto trompo y los golpeó con la parte trasera, lanzándolos a cinco metros y matándolos en el acto. Logró frenar, pero esta vez otras descargas llegaron y sí fueron efectivas. Destrozaron las ventanillas y las ruedas de su lado. Lograron salir por el lado de Jorge y se cubrieron con el vehículo.

‑¡Coño nos están disparando con fusiles! –gritó Jorge.

‑Ya lo veo, ¿de dónde los habrán sacado?

‑Algún control del ejército, supongo. Se los habrán cargado. ¿Puedes ver cuántos son? –preguntó Jorge

‑Cinco o seis mínimo, los cabrones han montado una buena barricada con esos coches –contestó jadeando.

‑Pues tenemos un puto problema –manifestó Carlos.

Toni se acercó con suma cautela a una ventana y se alegró bastante de saber que ellos eran los que habían provocado los disparos. Empuñó el fusil, se guardó la pistola y decidió salir a ayudarles.


Charles, como mucha gente, confusa por la doble señalización, pasó de largo la salida de la autovía que conectaba con la autopista que le llevaría hacia Vigo. Por otro lado no fue la casualidad, sino el GPS, con mapas anticuados, el que lo llevó en dirección errónea hacia el final de la autovía, en Arteixo.

Cuando llegó a la rotonda se detuvo en el margen derecho de la carretera y salió del vehículo a estirar las piernas. Fue entonces cuando oyó disparos. Decidió acercarse a echar una ojeada. Montó de nuevo en su vehículo, bajó las ventanillas y se fue acercando al origen del ruido. Antes de llegar al final de la subida decidió parar de nuevo y continuar a pie, con sigilo. Se acercó por el lado de los edificios y contempló la escena. Dos hombres parapetados detrás de un todoterreno recibían disparos de otro grupo situado frente al cuartel de la guardia civil.

No tenía nada claro quién se defendía y quién atacaba así que decidió mantenerse al margen y observar. Apenas se había agachado cuando un hombre salió del cuartel disparando con un fusil. A los pocos segundos los otros dos individuos abandonaron su parapeto detrás del todoterreno y comenzaron a cruzar la carretera corriendo agachados y empuñando sendas pistolas pero sin abrir fuego.

Los asaltantes cometieron un error infantil y se giraron todos hacia Toni, abriendo fuego. Éste alcanzó a dos de ellos con una ráfaga, casi en el mismo instante en que caía abatido. Jorge y Carlos corrían hacia la barricada de coches, cada uno por un lado. Parecía que iban a lograr sorprenderlos. No fue así. Los tres hombres que quedaban en pie los descubrieron y comenzaron a dispararles. Se tiraron al suelo. Estaban al descubierto y no iban a durar mucho.

Charles tomó una decisión y salió al descubierto. Estaba a unos cincuenta metros del grupo asaltante. Todavía no lo habían visto. Iba hacia ellos en posición de tiro, sujetando su arma por delante con ambas manos, corriendo despacio en zigzag. Veinte metros. Entonces lo vieron. Un hombre comenzó a dispararle con su fusil, pero con poca puntería. Charles avanzó otros cinco metros, se detuvo, y con enorme sangre fría se agachó y disparó cinco veces. Dos balas alcanzaron su objetivo en el centro del pecho del hombre, matándolo en el acto. Jorge y Carlos, aprovecharon la indecisión de los asaltantes para levantarse y abrir fuego contra ellos. Vaciaron sus cargadores y segaron las dos vidas que les amenazaban.

Se dirigieron a toda velocidad hacia donde habían visto caer a Toni, sin tomar ningún tipo de precaución con respecto a Charles. Su amigo yacía en el suelo; no se veía sangre, pero sí dos impactos claros en su pecho. Se había puesto un chaleco antibalas y eso le había salvado la vida.

Lo ayudaron a levantarse, entre risas y alguna lágrima producto de la enorme tensión que habían soportado.

‑¿Cómo estás tío? –preguntó Jorge

‑Vivo, que ya es bastante –rió Toni‑, aunque creo que tengo una costilla rota.

A Carlos no le salían las palabras, sólo se abrazó un instante a él, con demasiado ímpetu a juzgar por los improperios que salieron de la boca de su amigo.

‑Bueno, creo que le debemos bastante a nuestro misterioso amigo –afirmó Jorge mirando hacia Charles‑, que se aproximaba apuntándoles con su arma.


Tras confirmar su versión con el guardia civil herido, todos se relajaron y efectuaron las respectivas presentaciones.

Charles se presentó como lo que era, un agente de inteligencia británico. Mintió, sin embargo, en lo referente a su estancia en España. Según él, estaba de vacaciones.

‑Bueno, creo que deberíamos llevar a este hombre a un hospital –sugirió Charles.

‑Estoy de acuerdo –comentó Carlos mirando a sus amigos.

‑Tenemos vehículos en la parte de atrás –susurró el guardia civil‑, podemos…

No finalizó la frase. Señaló la ventana y todos se giraron automáticamente. Lo que vieron los dejó perplejos, incrédulos ante el horror que estaban observando.

lunes, 7 de julio de 2008

Capítulo 27

Capítulo 27


Toni se despertó dolorido, cientos de agujas pugnaban por salir de su sien derecha. Se incorporó masajeándose la cabeza. Tenía una costra pegada, producto de la sangre seca encima de la herida.

‑Menuda hostia me dio el tío –se dijo aún mareado.

Logró incorporarse a duras penas y echó un vistazo alrededor. Estaba en una celda de unos diez metros cuadrados. Estaba iluminada por una lámpara con una sola bombilla y tenía una pequeña ventana, bien protegida por un par de sólidos barrotes. A los lados parecía haber más celdas y delante había un largo pasillo.

La celda no tenía lavabo, así que supuso que estaría en un cuartel de la guardia civil. Al menos le habían dejado una botella de agua. Se bebió la mitad de golpe y se sentó en el camastro a pensar qué haría ahora.

Gritó un par de veces. Nada. Parecía que estaba sólo. Incluso las celdas adyacentes parecían estar desiertas. –Joder, vaya mierda –pensó.

Miró en los bolsillos y en su cazadora, pero no había nada. Agarró la puerta y la zarandeó con fuerza. Apenas se movió un poco. Parecía que tendría que esperar ayuda externa. Se volvió a echar en el catre y se durmió.


Se despertó alertado por unos ruidos. ¿El sonido de un portazo? Lo oyó de nuevo. Un disparo de escopeta. Otro. Gritos desesperados. De repente apareció un guardia civil. No tendría más de veinticinco años. Estaba sudoroso, con la ropa rasgada y manchada de sangre. Sus ojos dejaban ver el reflejo del pánico. Empuñaba una escopeta que intentaba recargar con manos temblorosas. Efectuó un nuevo disparo y corrió hacia la puerta de entrada, fuera del campo de visión de Toni. Cuando regresó dejó caer el arma y se situó frente a él. Se miraron fijamente; el guardia civil parecía estar sopesando los riesgos. Finalmente sacó un manojo de llaves de su bolsillo y se las lanzó.

‑Vamos –le apremió‑ no tenemos mucho tiempo, abre la celda y sal. ¡Deprisa, coño! –chilló asustado.

Toni no dijo nada. Se limitó a ir probando llaves hasta que la quinta logró su cometido.

‑Ya está –anunció.

‑Joder, pues sal ya.

‑Oye por qué me has soltado, no…

‑Escucha –dijo mientras le alargaba su pistola y un cargador extra‑, espero que sepas usarla. Tenemos problemas. Han intentado asaltar el cuartel. Estamos rodeados e incluso hay un par de esos hijos de puta dentro. Tienes que ayudarme. Tenemos que liquidarlos y asegurar el lugar. Si logran entrar somos hombres muertos, ¿entiendes?

‑Joder, la verdad es que no, pero si algo no me apetece es reunirme con Dios, aun tengo cuentas pendientes aquí –contestó con sorna‑, tú dirás qué hacemos.

‑Es fácil. Tú abre la puerta, luego entramos y nos los cargamos.

‑Pues vaya mierda de plan –contestó Toni riendo estruendosamente fruto de la tensión‑. Vamos –barruntó mientras comprobaba su arma‑, acabemos de una vez.

El plan era sencillo, la tensión hizo el resto. Entraron en tromba. El agente sin mirar a dónde, sólo disparaba una y otra vez, totalmente erguido y con su arma apoyada en la cadera. De manual. Toni, por su parte, estaba acojonado. Entró agachado y con el arma por delante. Sin alardes. Vio a una persona que corría hacia él con una escopeta. ‑¡Joder, es un fusil! –pensó mientras se dejaba caer al suelo y vaciaba su cargador. Tuvo mucha suerte. El sujeto no era ni mucho menos un experto. Olvidó quitar el seguro del arma y por eso no abrió fuego, de lo contrario ahora sería un fiambre. –Mejor tú que yo, tío –dijo con frialdad.

Introdujo el otro cargador en su arma y se incorporó lentamente, buscando alguna amenaza. No había. Buscó al guardia y lo encontró detrás de un mostrador, presionándose lo que parecía una herida en un costado.

‑La puerta –gruñó señalando la de la entrada‑. Asegúrala y apaga las luces.

Toni no discutió. Hizo lo que le ordenó y se aproximó a él con cara de preocupación.

‑¿Estás herido?

‑Sí, me han dado en un costado. Creo que mi riñón se ha ido al carajo. No creo que me quede mucho tiempo –declaró sonriente‑. Por cierto, me llamo Andrés –anunció alargando su mano‑.

‑Toni –contestó mientras le estrechaba la mano‑. Bueno, tranquilo, seguro que no es tan grave. Pediremos ayuda. ¿Dónde estamos?

‑En el cuartel de la guardia civil de Arteixo. Por cierto, ¿qué coño hiciste para estar aquí?

‑Me cogieron fuera con el toque de queda e intenté escapar. ¿Y tus compañeros? –preguntó intrigado.

‑No lo sé. No han vuelto ni contestan a la radio.

‑Vale, ¿qué ha pasado, porqué te atacaron?

‑Estaba haciendo papeleo cuando entraron tres tíos. Uno me encañonó y me exigió las llaves de la armería. Logré despacharlo fácilmente, pero los otros dos se escabulleron… el resto ya lo sabes.

‑¿Cuántos hay fuera?

‑Ni puta idea –masculló dolorido‑, pero tienen armas. Han efectuado varios disparos.

‑¿Y crees que sólo quieren las armas? ¿No están enfermos? ¿Y tú? –inquirió atropelladamente.

‑Yo por lo menos no, aunque no creo que importe ya –manifestó señalándose la herida‑. Supongo que alguno de ellos no lo estará, no lo sé. En cuanto a las armas, no quieren las de aquí. En la parte de atrás, en lo que parece un garaje, tenemos un armero con fusiles y material antidisturbios.

‑¿Y por qué no van sin más allí y nos dejan en paz?

‑La puerta es blindada y, a menos que sepan emplear bien un soplete y acetileno, necesitarán la llave.

‑¿Se puede llegar desde aquí?

‑No, un fallo de diseño, ya sabes… ‑se excusó algo avergonzado.

‑Mierda. Por cierto, qué raro que no estéis enfermos –comentó pasmado Toni.

‑Pues tú tampoco lo pareces, tío. Supongo que no nos habremos contagiado.

‑Dime una cosa, ¿dónde guardáis las pertenencias de los detenidos?

Una vez que encontró su radioteléfono llamó a sus amigos. Por fortuna pudo comunicarse con ellos. Les contó lo sucedido y quedaron en que Carlos y Jorge vendrían en su ayuda, mientras que María y Jaime se quedarían en la casa por precaución. La verdad es que era la única forma de que María se quedase.

‑Bueno tío, viene la caballería a echarnos una mano –le informó risueño‑, ahora vamos a ver esa herida y qué se puede hacer con ella.

Encontró unas vendas en el botiquín. La vendó lo más fuerte que pudo y le dio un poco de agua con un par de analgésicos. Aunque sino recibía asistencia médica inmediata, de poco iba a servir.

‑Bueno, creo que vamos a necesitar el contenido de esa armería –dijo mirándolo y encogiéndose de hombros.

‑En esta armería ya no queda nada, sólo había escopetas y la última es ésta –dijo señalando la suya.

Toni registró los cuerpos y logró hacerse con el fusil, un HK G36E del ejército.

‑Tío estamos un poco mal. Quedan tres cartuchos para tu escopeta, un cargador entero para la pistola… ¡joder, aún quedan estas reliquias! –exclamó asombrado cuando se dio cuenta que era una Star‑, y otro para el fusil, si no me equivoco veinte balas.

‑Bueno, es lo que hay, esperemos que la ayuda llegue pronto. Mientras tanto te voy a contar algo que te dejará de piedra –le informó Toni, mientras pensaba en relatarle todo lo que sabía sobre la epidemia.

jueves, 3 de julio de 2008

Capítulo 26

Capítulo 26



Lunes, 31 de marzo de 2008


La oscuridad se cernía sobre él. Una mano pálida, alargada y huesuda pugnaba por agarrarlo por el cuello, no alcanzaba a ver nada más. Apenas podía moverse, estaba tumbado, iba a morir, no había escape…

Se incorporó de golpe, asustado, con el corazón galopando en un vano intento de salir de su pecho. Estaba sudado. No, no era sudor, era agua. Había soñado. Se dio cuenta de que estaba en la bañera, entre los restos de las bolsas de hielo. Sintió frío y recordó vagamente como había llegado allí.

Se duchó rápidamente, dejando que el agua helada bajara por su cuerpo espabilándolo, luego se secó con presteza, enrolló una toalla en su cintura y fue hacia la habitación.

El hedor era insoportable, Hagen estaba tumbado en la cama con los ojos abiertos, muerto. Un enorme charco rojo intenso en el suelo presidía la dantesca escena. De los orificios de su rostro salía un rastro inconfundible de sangre, ya seca.

‑Joder, había fallecido desangrado ‑pensó. Se acerco a cerrar sus ojos y apreció que sin embargo no existía rigidez en el cuerpo, le pareció raro, pero supuso que serían los efectos del virus.

Miró la hora. Las ocho de la mañana del lunes. Parece ser que había superado la infección, ¿suerte, destino?

No valía de nada darle vueltas, estaba vivo y punto, más adelante pensaría en ello. Tras cavilar unos minutos, decidió vestirse, hacer su equipaje y seguir su camino, nada podía hacer por su ayudante ya excepto rezar una oración.

Colocó su arma en la funda y la acopló junto con los dos cargadores de reserva en el cinturón. Se acordó de la de Hagen y se la guardó en el bolsillo interior de su cazadora, junto con los peines extras.

Un alarido lo sobresaltó mientras hacía la maleta. Se le heló la sangre y se puso en tensión. ‑¿Qué coño ha sido eso?

El sonido de unas uñas arañando la puerta de la habitación le hizo sacar su arma en un acto reflejo.

‑¿Quién es, qué quiere? –preguntó por pura rutina.

Como contestación empezaron a aporrear la puerta con furor, a la vez que se oían unos gruñidos. No sabía qué hacer, por primera vez en su vida estaba paralizado, sobrepasado por los acontecimientos. Decidió echar una ojeada por la ventana. Nada, sólo vehículos estacionados. Ni rastro de gente. Abrió la ventana intentando oír algo. Silencio. Un terrible silencio, irreal, que helaba la sangre.

Se serenó y esperó a que bajaran sus pulsaciones. Sea lo que sea, se dijo, tendré que averiguarlo, no voy a quedarme aquí para siempre. Quitó el seguro de su pistola, la montó y empuñándola en su mano derecha se acercó a la puerta. Soltó el cierre de seguridad y aferró la manilla de la puerta con la mano izquierda, tiró apenas unos milímetros y se echó hacia atrás de un salto a la vez que se ponía en posición de tiro con las dos manos juntas.

Fue inminente. Un hombre irrumpió en la habitación con los brazos adelantados y las manos agarrotadas formando unas garras. Tenía los ojos inyectados en sangre y de su boca abierta salía una espuma blanca. Intentó alcanzarle y soltó un terrible chillido.

No dudó y mientras retrocedía disparó alcanzándole en el centro de pecho, sin embargo eso no lo detuvo, abrió fuego otras dos veces. Seguía hacia él. Apuntó hacia abajo y le voló una rodilla. Ahora sí cayó al suelo, pero intentaba alcanzarlo arrastrándose. Impresionado, en el momento que se irguió y tuvo su pecho a tiro, disparó dos veces, alcanzándolo en el corazón. Se desplomó sin vida.

Pasó por encima de él y cerró la puerta. Se acercó y lo puso boca arriba. Lo examinó, apestaba. ¿Qué le habría pasado a esta persona, acaso había más variantes a la infección que vivir o morir? ¿Podría producir esta especie de locura o rabia? –pensó al recordar como de su boca salía espuma durante el ataque‑. Por lo demás no vio nada anormal en el cadáver, claro que no era médico.

‑Tres balas en el pecho y una en la rodilla y no lo detuve –dijo en voz alta‑, sólo hasta que lo alcancé en el corazón pude pararlo. Un mal presagio cruzó por su mente.

Oyó más pasos y alaridos procedentes del interior del hotel, por lo que desechó la idea de bajar a recepción. No le apetecían más encuentros como ese. Se acercó a la ventana y observó que podría bajar con facilidad por una tubería situada a la izquierda.

Abrió las puertas del coche con el mando a distancia, tiró su bolsa de deporte y empezó a descolgarse por la tubería. Al llegar al suelo se arrodilló, desenfundó su arma y giró sobre sí mismo, asegurándose que no había amenazas cercanas. Asió su equipaje y corrió hacia el BMW. Una vez dentro puso el seguro, arrancó y con manos expertas, hizo un trompo cambiando el sentido de la marcha y aceleró, saliendo del pueblo a toda velocidad.