Capítulo 34
Priest conducía a toda velocidad en dirección a la autopista. A ambos lados de la avenida había bastantes coches estacionados en doble y hasta triple fila. Muchos de ellos con las puertas abiertas. Ni rastro de gente.
Antes de enfilar la entrada a la autopista comenzó a llover con bastante intensidad. –La radiación –pensó‑, ¿me afectará? Nunca se había enfrentado a este elemento. –Bueno –se dijo– pronto lo sabré. Sin embargo estaba seguro que sería totalmente inmune a ella.
Al llegar al primer peaje se encontró con bastantes automóviles parados delante de las cabinas de cobro. Todos abandonados. Aunque en alguno de ellos sí veía personas dentro, todas supuestamente muertas o a punto de estarlo. Aceleró y rompió una de las débiles barreras de madera y continuó su camino.
Cuando llegó a la altura de Pontevedra se encontró con un caos. Un tumulto de vehículos ardiendo le impedía continuar. Decidió, non sin un profundo malestar, continuar a pie e ir hacia la ciudad.
Al aproximarse a la ciudad percibió dos cosas, un hedor insoportable, que procedía seguramente del montón de cuerpos apelotonados en el estadio y un silencio ténebre, sepulcral. Cuando llegó a una gasolinera vio a dos mujeres que se dirigieron inmediatamente hacia él, una de ellas con el uniforme de la policía nacional. –Ya estamos –pensó–, los estragos de la infección le iban a incordiar sobremanera antes del llegar a su destino. Sin embargo su instinto le decía que algo no estaba bien, las mujeres lo miraban a los ojos sin temor y no podía controlarlas.
–¿Pero qué...? No pudo concluir. Nada más aproximarse las dos mujeres se abalanzaron sobre él. Estaba estupefacto, no podía controlarlas y eso no había sucedido nunca.
Sus ojos estaban no estaban inyectados en sangre como los sujetos del hotel, estaban cubiertos de una película blanquecina, quizá por eso no podía ejercer su poder sobre ellas. No hubo tiempo a pensar más sobre ello. La policía logró sujetarle un brazo y, ante su asombro, le mordió, arrancándole de cuajo un buen pedazo de carne.
Reaccionó propinándole una patada y lanzándola unos metros hacia atrás y sujetó a la otra por la cabeza, partiéndole el cuello sin miramientos. La primera mujer se levantó y se dirigió hacia él de nuevo sin temor. De un salto se puso delante de ella y la sujetó por el cuello, se disponía a rompérselo cuando por el rabillo del ojo vio que la otra se erguía. –Imposible –dijo en voz alta–, qué está pasando aquí.
Hastiado del enfrentamiento, empujo a la policía, se agachó y sacó el contenido de su bolsa de deporte. Una preciosa espada templaria con una hoja de ochenta y cinco centímetros de doble filo y extremadamente cortante. La empuñó y con un giro perfecto decapitó a una de ellas y a la otra le atravesó el corazón.
Se disponía a guardar de nuevo su espada cuando la última mujer se incorporó nuevamente dirigiéndose hacia él. Entonces decidió experimentar. Con una precisión de cirujano le amputó ambos brazos. Nada. Tras un traspiés siguió avanzando. Dio dos pasos hacia ella y agachándose levemente le seccionó una pierna, derribándola en el acto. Increíblemente seguía intentando incorporarse a pesar de haber perdido prácticamente toda la sangre. Entonces optó por atravesarle la cabeza. Ahora sí acabó con ella.
Limpió la espada en las ropas de su víctima y aún atónito por lo sucedido la introdujo nuevamente en su bolsa.
Empezó a pensar si los efectos de la radiactividad habrían logrado una mutación en el virus. ¿Sería eso? De todas formas tampoco le debería de afectar a él, puesto que su brazo estaba prácticamente regenerado.
Aún así decidió que sería más seguro hacerse con un vehículo. Echó un vistazo alrededor y sonrió al ver un Xara de la policía nacional. Registró el cuerpo de la mujer y se hizo con las llaves del vehículo así como con su arma reglamentaria. No se lo pensó, se montó en él y lo encendió. Tenía poco más de medio depósito, de sobra. Enfiló la carretera N-550 en dirección norte, eufórico tras su enfrentamiento y seguro de su destino.