miércoles, 25 de junio de 2008

Capítulo 24

Capítulo 24

Tuvo que llegar de nuevo al alto de la Zapateira para poder tener una cobertura sólida. Sacó su radioteléfono y pulsó el botón de comunicación.

‑¿Sí? –sonó la voz temblorosa de Carlos.

Tras ponerlo al corriente de los acontecimientos, no fue necesario ni pedirle que se reuniera con ellos.

‑Salgo ahora mismo, no te preocupes –anunció impaciente.

‑No uses la carretera nacional, hay controles, yo he venido por la Zapateira, por si te sirve de ayuda y otra cosa… ‑dudó‑ tráete la artillería, puede hacer falta esta vez.

‑Tío, eso no hace falta que lo sugieras, por supuesto que llevaré las armas, en casa son inútiles –agregó con un tono de triunfo en su voz‑, y me parece buena idea lo de la Zapateira, intentaré ir por carreteras secundarias. Nos vemos en casa de María entonces –concluyó.

‑Ten mucho cuidado, puede ser más difícil el itinerario en tu coche. Te esperamos allí, corto –finalizó la comunicación.

Carlos, siempre previsor, llenó una de las mochilas con ropa y algunos útiles de acampada y otra con su escopeta, la S&W y toda la munición restante. Guardó la beretta en la funda de cinturón, se vistió con ropa cómoda de abrigo, bajó las persianas metálicas de seguridad de toda la casa, salió y cerró con llave. Se montó en su coche y emprendió el camino.


Toni apenas había cortado la comunicación y guardado la radio cuando un coche de la guardia civil apareció a toda velocidad. No lo pensó, encendió la moto y aceleró para alejarse. Se estaba distanciando con facilidad. En el camino de tierra ese coche no era rival para su Yamaha. Si hubiera pensado con claridad, en vez de dejarse llevar por la adrenalina producida por la persecución, habría caído en la cuenta de que podrían estar usando la radio para pedir ayuda, como así era. Al pasar el siguiente cambio de rasante se topó de frente con un todoterreno de la guardia civil estacionado en medio de la pista forestal. La frenada le hizo derrapar. Perdió el control de su moto y se fue al suelo, deslizándose a toda velocidad hacia el automóvil. Tuvo suerte de detenerse apenas a unos metros de distancia. Intentó levantarse pero una bota en su pecho se lo impedía a la vez que una voz gruesa, saliendo de una boca coronada por un bigote –que recordaba a tiempos pasados‑, le comunicaba que estaba detenido y le ordenaba que se pusiera boca abajo. Intentó levantarse y correr a través del monte, pero sus piernas, debilitadas por el golpe, flaquearon y obtuvo como obsequio un fuerte culatazo que le hizo sumirse en la oscuridad de un plácido sueño.


Empezaba a oscurecer y Carlos, favorecido por esa circunstancia, ni siquiera pensó en encender las luces de su vehículo. Ya había llegado al alto de la Zapateira, apenas diez minutos después del percance de Toni. No podía saber que de no haber sido por eso, probablemente hubiera sido él quien se encontrara con la autoridad. Siguió conduciendo y llegó quince minutos más tarde, sin novedad, a la casa de los padres de María.

Jaime, al oír el ruido de un coche salió a ver de quién se trataba, al ver que era su amigo, corrió a abrirle el portal.

‑¿Cómo estás? –preguntó Carlos mientras se estrechaban la mano.

‑Bueno, he estado mejor –contestó mientras se dirigían a la parte de arriba de la casa‑, por cierto, ¿dónde has dejado a Toni?

‑¿Cómo que dónde lo he dejado? Si no lo he visto, cuando hablé con él estaba por la Zapateira, ¿no ha llegado? –preguntó mientras un sudor frío corría por su espalda.

Jaime negó con la cabeza. Al cruzar el umbral, María se abalanzó sobre Carlos, incapaz ya de derramar más lágrimas. ‑¡Menos mal que estás bien! –exclamó.

‑Venga, tranquila, no creerías que te ibas a librar de mi tan pronto –observó risueño.

‑No sabemos nada de Toni, ‑dejó caer sin más Jaime.

‑Joder, sabía que no era buena idea que fuera sólo –manifestó Jorge.

‑Bueno, mantengamos la calma. Me he olvidado las bolsas. María, ¿serías tan amable…?

‑Claro, así respiro un poco de aire fresco un rato –anunció.

Aprovechando que María no estaba se pusieron al corriente de todo, sin ahorrar detalles. Carlos les describió también el vídeo que había visto, ahora creía que podía ser verídico.

‑¿Qué coño hacemos con los de abajo? –inquirió Jorge, intuyendo lo que pasaría.

‑Si fueran mis padres sé lo que haría yo –reconoció mirando a Jaime.

Éste como respuesta bajó la vista asintiendo. –Yo no puedo hacerlo –reconoció.

‑Lo haremos Jorge y yo y luego nos vamos a mi casa todos, seguramente Toni se encontró algún control y no pudo venir. Estará allá esperándonos.

Todos asintieron.

María llegó con las dos mochilas y las depositó en el suelo. Carlos le dio a Jaime la que contenía ropa y las llaves del coche y le explicó a María lo que iban a hacer. Contra todo pronóstico ella no se negó, ni siquiera protestó. Se limitó a coger las llaves del coche y salir de la casa con un sorprendido Jaime detrás de ella.

‑Bueno tío, espero que te acuerdes de tus tiempos en los paracaidistas –declaró Carlos muy serio.

‑Eso no se olvida, hombre, a ver cómo te portas tú. De todos modos dame la escopeta, hace tiempo que no disparo.

Carlos sujetó bien la mochila a su espalda, empuñó la Beretta y le quitó el seguro. Abrieron la puerta de la planta baja y entraron. Los arañazos en la puerta comenzaron a acentuarse y empezaron a oír unos extraños gruñidos.

‑Vamos, yo abro la puerta y tú entras con la escopeta –ordenó.

Jorge asintió con la cabeza y montó el arma.

Al abrir la puerta, Mónica, una rubia de una belleza impresionante, se abalanzó sobre Carlos, casi sin darle tiempo a separarse. Jorge, muy atento, borró todo rastro de hermosura con un certero disparo que le arrancó media cabeza de cuajo, a la vez que dejaba medio sordo de un oído a su amigo.

‑¡Joder! –chilló de dolor‑ cuidado.

Jorge sonrió con malicia, fríamente. Dominaba la situación, actuaba como un autómata. Entró en la habitación y sin pestañear volvió a montar la escopeta y atravesó el corazón del padre de María con absoluta precisión.

A la vez que Carlos entraba, medio sordo y dolorido, en la habitación, la madre de su amiga saltaba sobre la espalda de Jorge. Éste, ni se inmutó, soltó el arma, se inclinó un poco y con su propio impulso y agarrándola por la cabeza la arrojó sobre la cama. Ésta se levantó de la misma y se dirigió hacia él de un salto, con una agilidad impropia para alguien de su edad, con la boca abierta y espumeante y los ojos a punto de salirse de sus cuencas. Esta vez Jorge si se quedó paralizado ante la escena. Carlos no dudó y desde apenas dos metros de distancia disparó cuatro veces contra ella, acertando en su torso y derribándola sin vida.
Salieron de la habitación. No se miraron. No se dijeron nada. Jorge guardó la escopeta en la mochila y fueron caminando lentamente hacia el coche, cada uno ensimismado en sus pensamientos. Se pusieron en marcha y ninguno abrió la boca en todo el trayecto.

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