martes, 29 de abril de 2008

Capítulo 11

Capítulo 11


–Nuria, qué debemos hacer, cuál es tu opinión –cedió la palabra Carlos.

–Como ya te comenté, creo que estamos ante una epidemia provocada y, seguramente, con el paso de los días nos daremos cuenta que no es una gripe –aseveró.

–¿Qué crees que contienen las jeringas del maletín? –preguntó Toni.

–Lo más lógico sería que fuera una vacuna o una especie de antídoto, me inclino más por lo primero, ya que viene preparado para inyectar vía intramuscular, pero es imposible saberlo a ciencia cierta –aclaró Nuria.

–Entonces administrándonos una cada uno aún tendríamos dos de sobra –aseveró Carlos.

–Un momento, un momento, yo no pienso inyectarme nada de eso –interrumpió enfadada Esther–. Estáis formulando hipótesis, pero no sabemos nada con seguridad, ¿y si lo que nos inoculamos es la enfermedad en vez de la cura?

–Tranquilízate cariño –dijo Jorge abrazándola–, sólo estamos pensando en voz alta.

–Lo que es evidente es que el asiático fue claro y rotundo contigo, ¿no es así? –preguntó María.

–Sí, estoy convencido que decía la verdad y apostaría mi cabeza a que Nuria tiene razón –contestó Carlos con firmeza.

–La apuesta tiene fácil solución, ¿no crees? –le recordó Esther con sorna.

–Tienes razón, facilísima, por favor Nuria si eres tan amable, yo seré el primero –se ofreció Carlos señalando al maletín.

–Espera –exclamó Toni sujetándole del brazo‑, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?

–No, en absoluto –replicó nervioso‑, pero durante la tarde he empezado a tener algún síntoma de gripe y creo firmemente en la palabra de un moribundo, así que me inyectaré esa sustancia y que pase lo que tenga que pasar, haced lo que os parezca, pero todos los que estáis aquí tenéis una oportunidad, igual que yo. Vosotros mismos.

Sonia y Nuria se miraron y asintieron. –Nosotras estamos de acuerdo contigo, también lo haremos –murmuró nerviosa Sonia.

–A mí me has convencido tío, no te voy a dejar divirtiéndote por ahí sólo –bromeó Toni.

–Nosotros también –añadió Jaime mirándole a los ojos despreocupado.

–¿Chicos? –preguntó Toni refiriéndose la pareja que faltaba.

–De ninguna manera –insistió con voz firme Esther–, esta vez no estamos todos juntos.

Carlos miró a Jorge y éste abrió los brazos encogiéndose de hombros –ella manda, –añadió algo incómodo.

–Está bien, acabemos de una vez, que las agujas me producen pánico –se quejó Toni con una sonrisa, relajando un poco la tensión reinante.

–Bien, Carlos, tráeme alcohol u otro desinfectante que tengas por ahí y un poco de algodón –ordenó la doctora tomando el control.

–Os pincharé en el hombro derecho, es una inyección intramuscular y no os dolerá en absoluto, ¿quién quiere ser el primero?

–Comienza conmigo, –contestó Sonia quitándose la camiseta con rubor.

Una vez que les inyectó a todos, pidió a Sonia que hiciese lo mismo con ella.

–¿Qué hacemos con las que sobran?, todos tenéis familia, pero un sorteo me parece un poco macabro… ¿hay alguna forma de reproducir esta vacuna, en caso que lo sea? –preguntó interesado Carlos.

–Supongo que se podría, pero no tengo los conocimientos ni el equipo necesario para ello –asintió descorazonada Nuria–. Guárdalas en el frigorífico, mañana intentaré ponerme en contacto con un antiguo compañero que trabaja para un laboratorio farmacéutico, a ver qué me dice.

–Bueno nosotros nos vamos ya, estamos un poco cansados –dijo Jorge.

–Espera, acompáñame a la cocina y te llevas el vino que te prometí –añadió Carlos guiñándole un ojo con complicidad.

–Toma –le dijo mientras le ofrecía una bolsa–, llevas dentro dos botellas de vino y una vacuna.

–Pero… ‑interrumpió.

–Pero nada, joder, te la llevas y punto. Adminístrasela mientras duerma o cuando quieras, te conozco y sé que opinabas como nosotros. ¡Nuria! –llamó–, puedes venir un momento, no sé en qué parte del frigorífico debo poner esto.

–Ponla en… –comenzó a decir Nuria cuando llegó.

–Discúlpame quería que vinieses sin que se enterase Esther, ¿puedes pincharlo aquí? –inquirió Carlos.

–Por supuesto –sonrió ella.

Una vez terminado, Carlos le dio un abrazo espontáneo –pónsela, no seas tonto tío– le susurró al oído.

Volvieron al salón y cuando estaban despidiéndose, alguien llamó a la puerta.

viernes, 25 de abril de 2008

Capítulo 10

Capítulo 10

–No te ocultes, joder –dijo Charles

–Tienes prisa por morir, seguramente gimiendo como tu bisabuelo mientras Leonard lo torturaba hasta la muerte –aseveró carcajeándose.

–¿Estás seguro que no fue Leonard el que gimoteó como un perro viendo que llegaba su final? Por lo que sé, los míos cumplieron con su cometido aún dando su vida en el empeño, y ahora, Priest, es tu turno. Déjame liberarte de tu carga –añadió Charles sudando copiosamente.

–¡Señor! ¿Se encuentra bien? –Oyó que decían sus hombres.

Sintió un aliento fétido a su derecha, a escasos centímetros de su cara, era ahora o nunca. Se lanzó a ciegas, con el cuchillo por delante con la esperanza de poder clavárselo. Falló. Cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y logró levantarse, alerta. Justo en el momento en que Priest se abalanzaba sobre él para matarlo, sus hombres derribaron la puerta. Un rayo de luz le permitió ver su rostro por primera vez. Amarillento, de ojos azules y con una extraña cicatriz formada por tres líneas en su mejilla derecha.

El tableteo de las armas automáticas le hizo volver en si y arrojarse al suelo. –Volveremos a vernos –amenazó Priest, mientras decenas de balas impactaban en su espalda. Acto seguido se lanzó a través de una ventana.

Uno de sus hombres se acercó a él. ‑¿Está herido, señor? –preguntó preocupado. Mientras, otro miraba por la ventana atónito, no se veía ningún cuerpo.

‑Vamos, vamos –reaccionó Charles‑, salgan a la calle y búsquenlo, pidan refuerzos, tiene que estar muy debilitado ahora –tronó, mientras miraba compungido el cuerpo inerte de Chapman, de cuyo pecho sobresalía un puñal.

Comenzaron la búsqueda. En poco tiempo se les unieron más de cincuenta personas, entre agentes de policía y miembros del MI5. Fue en vano. No dieron con él.

Horas más tarde, cómodamente instalado en el sillón de su despacho, estaba leyendo alarmado un informe que le acababa de llegar sobre una posible epidemia de algo que parecía ser gripe. –Imposible ‑pensó‑, todos estos casos a la vez, repitiéndose por todos los hospitales y en diferentes países… mal asunto. ‑Ojalá sea sólo gripe –volvió a decir en voz alta, cuando sonó el teléfono.

‑Diga

‑Soy Hagen, señor –se identificó‑, hemos seguido su pista hasta el aeródromo de Luton. Ha degollado a un taxista y usado su vehículo para llegar allí.

‑Mierda, va dejando un reguero de cadáveres –maldijo Charles. ‑ ¿Tienen controlada a la prensa?

‑Hasta ahora ningún problema, no han aparecido. Hay algo más señor –tartamudeó Hagen.

‑Suéltelo ya, hombre.

‑Señor, ha robado una avioneta y también ha asesinado al piloto. Ha logrado despegar sin permiso.

‑El hijo de puta sabe pilotar. Continúe Hagen, ‑ordenó.

‑Nos lleva más de tres horas de ventaja. El cabrón vuela bajo y los radares no lo han detectado. Hemos tenido que hacer uso del satélite. Según las primeras imágenes, parece que se dirige hacia España, hasta la próxima pasada no podemos saber a dónde exactamente. Un momento señor –pidió Hagen.

‑Señor nos llegan nuevas imágenes, contacto confirmado, está a punto de aterrizar en un pequeño aeródromo situado en Oviedo, en el norte de España.

‑¡Joder! ¿A quién tenemos en Madrid? Por favor, compruébelo –rogó Charles.

‑Ya lo hemos hecho, señor, tenemos a dos agentes en la embajada, le estará llegando ahora mismo la información por e-mail.

‑Gracias muchacho, buen trabajo, ahora váyase a dormir, mañana a las seis en punto le quiero en el aeropuerto de Heathrow. Nos vamos a España –informó Charles.

Cuando llegó a su domicilio notó que se encontraba algo mal, se acordó de la información sobre la gripe y se tomó un par de aspirinas. ‑Espero que no vaya a peor –pensó mientras se tumbaba en la cama algo magullado y se quedaba profundamente dormido.

martes, 22 de abril de 2008

Capítulo 9

Capítulo 9

La primera en llegar fue Sonia y con bastante antelación, si eso ya le hizo preocuparse, cuando vio a Nuria, una doctora amiga suya, supo que había serios problemas.

Pasaron a la cocina, les sirvió una copa de vino y empezaron a hablar de temas triviales, hasta que la conversación derivó, inevitablemente, a la cuestión de la gripe.

–Le he contado a Nuria todo lo que sabemos –comenzó diciendo Sonia–, y al final decidimos que lo mejor sería que viniese y entre todos llegáramos a una conclusión.

–Siento haber venido sin invitación –se disculpó Nuria.

–No tienes que disculparte, faltaría más, en todo caso te agradezco que hayas venido –contestó Carlos con sinceridad.

–Mejor será que expongas tú lo que sabemos –sugirió Sonia mirándola.

–Bien, hemos contabilizado más de un centenar de casos de gripe hoy, y eso en un centro de salud que cubre una simple zona residencial. He contactado con una amiga que trabaja en el hospital Juan Canalejo de La Coruña y allí han estado desbordados, probablemente, según ella, han tenido más de dos mil pacientes con idénticos síntomas y parece ser que el resto de hospitales de la nación están igual de saturados. Estamos ante una epidemia en toda regla, no creo que el gobierno tarde en reaccionar, seguramente mañana por la mañana darán una rueda de prensa –expuso Nuria.

–¿Cuál es tu opinión? ¿Es una gripe? –preguntó Carlos con preocupación.

–Que se den tantos casos en un mismo día es prácticamente imposible. Creo que estamos ante una epidemia provocada, sin duda. La enfermedad no sigue el típico patrón de un primer o primeros pacientes muy localizados y luego una extensión progresiva. Estamos ante millares de enfermos al mismo tiempo y en todo el territorio nacional, está clarísimo. En cuanto a que sea gripe… no lo creo, pese a que inicialmente los síntomas son los mismos. ¿Pensáis que alguien que se tomase las molestias de propagar una enfermedad lo haría con una simple gripe, aunque fuere una de las más virulentas? yo sinceramente creo que no –concluyó con expresión bastante seria Nuria.

–¡Joder!, crees que puede ser una especie de ataque biológico, entonces –preguntó Sonia.

–Decídmelo vosotros, creo que tenéis algo que enseñarme –inquirió Nuria.

–¿Qué te parece si esperamos que lleguen mis amigos? –sugirió Carlos algo tenso.

–Perfecto –respondieron las dos casi al unísono.


Los primeros en llegar fueron Jorge y Esther. Tenían veintinueve y treinta años respectivamente; llevaban viviendo juntos dos años y medio y habían decidido pasar por el altar el próximo verano. Ambos eran administrativos de una multinacional de seguros, en la que se habían conocido. De carácter serio y algo reservado, Jorge, se sentía muy cómodo entre amigos y en el transcurso de las reuniones pasaba a ser uno de los más bromistas y divertidos, mientras que ella, más tranquila e introvertida, era su contrapunto perfecto.

Minutos más tarde y mientras estaban todos en el salón llegaron Jaime, María y Toni. Habían pasado a recoger a éste último porque tenía su coche en el taller. Jaime era un conductor de autobús urbano de treinta y siete años, extrovertido y campechano, se le echaba de menos cuando no estaba. María lo conoció hacía diez años, cuando conducía el autobús que la llevaba a la universidad y el flechazo había sido mutuo. Cuando ella cumplió los veintiocho, decidieron casarse. Ya habían pasado tres años y se notaba que eran muy felices. Recientemente habían decidido aprovechar su título de Odontóloga y montar una clínica dental que empezaba a dar sus frutos.

En cuanto a Toni, era el compañero de fatigas de Carlos, amigos desde la infancia y de aficiones y gustos muy parejos. Hace dos años había decidido dejar su trabajo de comercial y preparar unas oposiciones al cuerpo de bomberos. Las aprobó a la primera y llevaba ya tres meses en su nuevo empleo. A sus treinta años recién cumplidos se le veía más contento que nunca y no paraba de contar anécdotas que sucedían en su trabajo.

Después de los preceptivos saludos y presentaciones ‑no conocían a la doctora‑, tomaron asiento para cenar. María, gentil como siempre, ayudó a Carlos a servir la mesa. La cena fue sencilla y sabrosa, aunque no faltaron las bromas hacia el anfitrión y su poca pericia culinaria, bromas que como siempre aceptó de buen grado. –Por lo menos –se disculpaba siempre–, voy acertando con el vino.

–Tengo que contaros algo y, aprovechando que todos tenemos una copa y estamos más relajados, creo que es el momento adecuado. Por favor dejadme acabar y luego si queréis podéis hacer preguntas –rogó Carlos.

Todos asintieron en silencio, sobre todo al ver que tanto él como Sonia y Nuria estaban más bien serias y algo nerviosas.

Cuando concluyó la exposición de los hechos ya conocidos quiso añadir algo más.
–Además, he echado un vistazo rápido por internet y, tanto en Argentina como Chile se están dando casos, así como en Francia e Inglaterra. Supongo que podemos estar ante algo a escala mundial –finalizó con expresión muy seria.

–Bueno, la pregunta del millón la tendré que hacer yo, ya que tú no te decides a contarlo –dijo Jaime‑, ¿qué hay en el puto maletín?


Carlos se levantó asintiendo, salió de la estancia y regresó con un maletín metálico cuadrado, de unos cuarenta centímetros de lado y siete de grosor. Lo depositó sobre la mesa, lo abrió y mostró el contenido a los presentes. Todos parecían perplejos ante lo que veían y, menos él, hicieron sus cuentas mentalmente

viernes, 18 de abril de 2008

Capítulo 8

Capítulo 8


Londres, siete de la tarde hora local


Estaban estacionados a unos quince metros de la vivienda, en un conocido barrio residencial. Los dos agentes de policía estaban realizando una operación de vigilancia, la orden procedía directamente del ministerio, con lo que se puso en marcha en apenas un par de horas. Se encontraban en el interior de una furgoneta rotulada con el nombre de una empresa de reformas. En su interior había una completa minicentral de escucha y grabación. Los dos eran expertos en ese campo. No tenían órdenes de intervenir, sólo llamar a un número de teléfono en caso de que el sujeto apareciese por su domicilio.

–¿Has oído? Me ha parecido que algo rozaba la furgoneta –susurró Cooper.

–Yo no he oído nada, tómatelo con calma, esto será muy aburrido y seguramente no aparezca.


En el cuartel general del Servicio de Seguridad Británico (Popularmente conocido por el MI5), sito en Thames House, el oficial Charles esperaba impaciente una llamada en su despacho.
Pulsó un botón de su teléfono. –Dígame señor –contestó la voz de su secretaria.

–Póngame con Scotland Yard, el señor Louis Bock –ordenó.

–Le paso, señor.

–Dime Charles, preguntó una voz cansada al otro lado del teléfono.

–¿Cómo que dime? ¿Ha llegado la orden para la vigilancia? –preguntó exasperado.

–Claro, te envié la confirmación hace una hora. He mandado a un par de agentes.

–¿Dos hombres sólo? ¿Es que no sabéis leer, exigí un operativo completo? –rugió enfadado.

–Tranquilo son mis mejores hom…

–Eran –interrumpió impaciente–, a estas horas estarán muertos. Maldita sea, porqué siempre lo hacéis tan difícil –finalizó, colgando.

Salió de su despacho como un torbellino. –Avise al equipo, en cinco minutos en la sala de operaciones, totalmente armados –ordenó apresuradamente a su secretaria mientras corría ya escaleras abajo.

No llevaba ni dos minutos en la sala cuando llegaron sus hombres.

–Señores –comenzó–, la policía ha mandado dos hombres de vigilancia, si el sujeto se encontraba allí ya estarán muertos. Tenemos prioridad absoluta, ya están montando el dispositivo de tráfico para darnos vía libre. Las órdenes son sencillas, actúen por parejas según lo ensayado y disparen a matar, no duden o no lo contarán. ¿Alguna pregunta? Bien, vamos allá –concluyó.

Llegaron en dos vehículos y se desplegaron sin mediar palabra. La calle estaba cortada por la policía en ambos lados. Charles vio que la puerta de la furgoneta de vigilancia estaba abierta y maldijo en voz baja. Cuando llegó pudo observar dos cuerpos desplomados en el suelo y mucha sangre. No se paró a tomar sus constantes vitales, sabía cuales eran. Señaló hacia una casa y el equipo se dirigió allí, derribaron la puerta y entraron.

Estaba totalmente a oscuras, sólo la luz que equipaban sus fusiles de asalto penetraba algo en la negrura. Apenas los cuatro primeros agentes habían tomado posiciones cuando seis hombres salieron, sin hacer ruido, de las dos estancias de la planta inferior y atacaron con ferocidad. Sólo uno de los agentes dudó y le costó un limpio tajo en su vientre, producido por un simple cuchillo de cocina, por el que se empezaron a desparramar sus intestinos. El resto abrió fuego con milimétrica precisión, destrozando cinco cabezas en apenas dos segundos. El agente herido, perplejo, sabedor de su final y viendo como su agresor caía sobre él, reaccionó al fin abriendo fuego y, si bien no fue tan preciso como sus compañeros, logró vaciar el cargador y destrozar, literalmente, a su oponente antes de caer muerto.

Mientras esto ocurría, Charles y los otros tres agentes se dirigieron con presteza a la parte superior de la casa. Mientras subían se les echaron encima otros dos hombres que despacharon con facilidad, luego se dividieron por parejas y cada una entró en una habitación.

Chapman se desplomó nada más traspasar el umbral, Charles barrió la habitación de izquierda a derecha con una ráfaga, vació el cargador pero no vio nada, ni siquiera qué había alcanzado a su compañero. Tiró el fusil y desenfundó su pistola. No le valió de nada, algo golpeó su costado y lo derribó, perdiendo su arma. Mientras sacaba el cuchillo que llevaba oculto en la pernera de su pantalón, escuchó el sonido de la puerta al cerrarse.

–Charles, Charles Duncan, no te esperaba tan pronto –tronó una voz grave y penetrante.

jueves, 17 de abril de 2008

Capítulo 7

Capítulo 7


Viernes, 28 de marzo de 2008


‑¿Qué le pasa? –preguntó el doctor.

Le describió sus síntomas: Dolor de cabeza, fiebre, debilidad, mucosidad…

–Bien, tiene casi treinta y nueve de fiebre y está muy pálido…

–Lo sé, estoy destrozado, no tengo fuerzas ni para ponerme en pie. Me encuentro fatal.

–No se preocupe, está enfermo, eso es evidente. Ha contraído una gripe, es algo normal en estas fechas, el cambio de estación nos coge a todos desprevenidos. ¿Cuánto tiempo lleva así? –preguntó el doctor.

–Un par de días creo, pero hasta hoy no estaba tan mal.

–Bueno, reposo absoluto. Beba mucho líquido, nada de alcohol y haga comidas ligeras. Voy a recetarle un antigripal, tómelo tres veces al día; los síntomas irán remitiendo y en tres o cuatro días ya estará curado.

‑Gracias –dijo el paciente aliviado, como ocurre siempre que alguien va al médico y descubre que su problema no va a llevarle a la tumba.

Los casos empezaron a multiplicarse exponencialmente por toda España, en cuestión de horas se habían producido más de un millón y eso sin contar los que no acudieron a ningún centro sanitario o a un médico y optaron por auto medicarse.



Tras ir al mercado, Carlos decidió dejarse caer por el centro de salud donde trabajaba Sonia, una auxiliar de enfermería que había conocido durante la rehabilitación. Eran buenos amigos, amantes ocasionales incluso, aunque sin compromiso de ningún tipo. Ella era una belleza de su misma altura, sobre un metro setenta y cinco, de veintisiete años, con una larga y sedosa melena rubia. Sus ojos, de un verde esmeralda, cálidos, arrebatadores, le daban a su mirada un aire felino. Lucía siempre un ligero bronceado, lo que hacía prácticamente innecesario el uso de maquillaje.

La llamó y quedaron de verse en la cafetería que había enfrente al centro de salud. Mientras conducía algo distraído, intentaba ordenar sus ideas para ver cómo le explicaría la situación, esperando que no le tomase por un loco, aunque siempre estaba el maletín ‑que prudentemente llevaba en su maletero en el interior de una mochila‑, como prueba, suponía, irrefutable. Si hubiese estado más atento habría advertido que tres vehículos por detrás del suyo iba un Audi A4 azul oscuro, el mismo que lo seguía desde que salió de su domicilio por la mañana.

Estaba esperándole sentada en la última mesa del local, de espaldas a la entrada, distraída hojeando una revista. La sorprendió con un beso en la mejilla y se sentó enfrente.

–No me llamas, no me escribes… me tienes un poco abandonada –bromeó ella.

‑Lo siento, llegué anoche de Madrid, ya sabes, por lo de la indemnización y aproveché para quedarme un par de días por allí de turismo –se disculpó algo azorado.

–Es cierto, lo había olvidado, ahora tengo un amigo rico, espero que por lo menos me invites a cenar a un buen restaurante –sugirió ella coqueteando.

–Bueno eso está hecho, pero antes tenemos la de hoy en mi casa, por cierto, hemos quedado a las nueve, ¿no se te habrá pasado?...

–De ninguna manera, además tengo ganas de algo de diversión y tengo libre hasta el martes. Bueno y, ¿qué es eso tan importante que no puede esperar a esta noche? –preguntó intrigada.

Mientras le estaba narrando lo sucedido se fijó por primera vez en el Audi azul. No podía ver el interior, puesto que llevaba las lunas tintadas. Como estaba estacionado justo delante del centro de salud, supuso que sería un alto cargo de sanidad de visita y no le dio más importancia.

‑¿Llevas el maletín contigo? –interrogó curiosa.

–Sí, por supuesto, está aquí en mi mochila. ¿Quieres echarle un vistazo?

–Ahora no tengo tiempo, tengo que volver al trabajo, hoy no hemos tenido un respiro, parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para tener gripe.

–¡Joder! –exclamó Carlos.

–Espera, espera, ¿crees que puede tener relación? –preguntó alarmada.

–No lo sé, ese es tu campo, pero podrías comprobar si los casos de gripe sólo se han producido aquí o también en otros lugares, mientras, yo en casa echaré un vistazo por la red, ¿te parece?

–Estoy de acuerdo, nos vemos allí, intentaré llegar un poco antes –contestó ella con preocupación.

Aprovechó el trayecto en coche de camino a su casa para llamar a sus amigos y confirmar su asistencia. Todos habían contestado afirmativamente. –Vaya, los de sanidad también se van –pensó mientras miraba por el retrovisor y veía nuevamente al Audi azul.

miércoles, 16 de abril de 2008

Comentario del autor

Comentaros que esta semana tocan tres entradas (Hay que celebrar la visita 5.000, que por cierto, impresiona). Además, dos contestaciones a mails que me han llegado.

1.- El editor de textos del blog no me deja hacer los "punto y aparte", ni el interlineado como yo quiero. Tampoco me permite usar el guión largo.

2.- Alguien está haciendo spam en el diario 20minutos e incluye la dirección del blog. Gracias por la publicidad pero, por favor, deja de hacerlo. Ya se han quejado los del periódico (Con toda la razón), entiendo que tiene que ser muy molesto.

Gracias por vuestras opiniones y espero que sigáis ahí.

Saludos.

lunes, 14 de abril de 2008

Capítulo 6

Capítulo 6


Vivía en una casa unifamiliar de construcción moderna, cercada por un imponente muro de piedra de tres metros de alto, lo cual a parte de la evidente seguridad, permitía también un alto grado de intimidad. La había mandado construir en una pequeña colina en las afueras de la ciudad.

Constaba de dos plantas, de unos ciento cincuenta metros cuadrados cada una, más un garaje con capacidad para dos vehículos, comunicado con un sótano perfectamente acondicionado como bodega, ya que el vino era una de sus pasiones.

En la parte trasera había construido una pequeña piscina, así como una preciosa barbacoa. En la finca que rodeaba la vivienda, de unos dos mil metros cuadrados, había plantado césped y algunos árboles frutales que ya empezaban, por lo menos, a producir algo de sombra.

Enterrado a la derecha de su vivienda tenía un depósito de gasóleo de mil trescientos litros que hacía funcionar, además de la caldera para la calefacción y agua caliente, un pequeño generador de emergencia de cinco kilowatios y medio que había instalado el pasado año, del que tenía que hacer uso más de lo que le gustaba, sobre todo en invierno, debido a los frecuentes cortes en el suministro eléctrico.

La estancia más espectacular era el salón, enorme pero acogedor y muy luminoso, ya que una de sus paredes estaba formada casi en su totalidad por un enorme ventanal. En la pared de enfrente colgaba, imponente, su flamante televisor de plasma de cincuenta pulgadas, bien acompañado por un sistema de sonido de última generación.

La decoración era sobria, minimalista; destacaba, colgada en la pared, una Shinken[1] Musashi[2], obra maestra forjada por el maestro Sivarat San. Le había costado casi ocho mil dólares y habían tardado siete meses en enviársela desde que la encargó. Debajo de la misma podía verse una escopeta Remington 870 Marine Mágnum niquelada. Llamaba la atención de todas las visitas, casi en mayor medida que la catana. Se había hecho con ella en una subasta de la guardia civil, a un precio irrisorio.

Nada más llegar a su domicilio se desplomó en el sofá, habían estado tomándole declaración casi durante una hora y, entre eso y el viaje, estaba agotado. No pusieron en duda su testimonio, así que supuso que había controlado bien sus nervios. Le dolía la cabeza a horrores, aun así se sirvió una copa de Matarromera, un excelente vino tinto crianza de 2001. Sujetó la copa por el tallo, la agitó suavemente y bebió un sorbo paladeando el exquisito caldo, relajándose al fin. Mientras pensaba en lo sucedido en la jornada de hoy recordó que había invitado a sus amigos a cenar mañana en su casa, para celebrar su recuperación. Se dejó llevar por el placer del vino mientras pensaba en el menú que les prepararía. Seguramente unos entrantes de ibéricos seguidos de una lubina a la sal, una de las pocas recetas que sabía preparar perfectamente, dada su poca pericia en los fogones. Lo regarían todo con un vino blanco, un espléndido albariño sin etiquetar que le habían regalado, así como un tinto suave, casi con toda seguridad un Gomellano, reserva de 1999.

Tomó nota mentalmente de la lista de la compra para el día siguiente, acabó la copa de vino y decidió irse a dormir, un poco abrumado por los acontecimientos y todavía impresionado por el contenido del maletín. Pensó que lo mejor era descansar y tomar al día siguiente las decisiones más fríamente.




[1] En el original japonés, catana forjada a mano mediante métodos únicamente artesanales.
[2] Una de las marcas más prestigiosas de catanas en Japón.

jueves, 10 de abril de 2008

Capítulo 5

Capítulo 5


La Coruña (España), 27 de marzo de 2008

Carlos Sánchez era un hombre soltero de treinta años, alto, de constitución atlética, facciones marcadas, pelo negro frondoso salpicado ya de algunas canas y unos ojos azules y penetrantes. Acababa de llegar al aeropuerto, había viajado a Madrid para recibir de la aseguradora un imponente talón correspondiente a su indemnización por un accidente de tráfico que lo tuvo de baja durante casi dos años.

Después de casi un año y medio de durísima rehabilitación no le habían quedado secuelas físicas de importancia, tan sólo unas pequeñas molestias en su tobillo izquierdo cuando practicaba algún deporte intenso. Las otras heridas, las psicológicas, no se habían cerrado todavía –no viajaba sólo en el momento del accidente–, y dudaba que lo hicieran algún día, sin embargo, procuraba no exteriorizarlo.

Había adquirido un coche nuevo, un capricho que se podía permitir, ya que además del dinero de la aseguradora, obtuvo también una importante cantidad de su anterior empresa, debido a lo improcedente de su despido. Podría vivir sin trabajar, siempre y cuando no cometiera más excesos, aunque seguramente volvería al mundo laboral. Lo que tenía claro es que ya no lo haría como administrativo y sí como su propio jefe; ventajas de tener dinero.

Se dirigía con su flamante Volkswagen Touareg negro, un impresionante todoterreno de trescientos trece caballos de potencia, a su domicilio. Apenas había salido del aeropuerto cuando vio el siniestro. Nunca supo si fue el azar, el destino… pero lo evidente es que, casualidades o no, de no haber sido por su grave accidente no habría regresado hoy de Madrid, no se habría encontrado con Chin Fang y, probablemente, no hubiese salvado su vida.

Detuvo su automóvil apenas unos metros detrás del accidentado, era un Nissan Almera y se encontraba volcado en el arcén derecho. Encendió las luces de emergencia y salió inmediatamente de su vehículo. Cuando empezaba a dirigirse hacia el accidente vio que una persona intentaba salir por la ventanilla; echó a correr reprochándose su lentitud. Al llegar lo agarró por debajo de los hombros y tiró despacio. El hombre, se fijó en que era asiático, gemía de dolor y tenía un profundo corte que le cruzaba todo el lado derecho de su rostro así como un gran trozo de cristal incrustado en el abdomen. Cuando logró sacarlo del coche le llamó la atención un maletín metálico que asía con firmeza y que llevaba esposado a su mano. Se sentó en el suelo y lo recostó en sus piernas susurrándole unas palabras de ánimo, aunque en su fuero interno y apreciando las heridas que tenía, no hacía falta ser médico para saber que no pasaría de esta noche. Sacó el teléfono móvil de su bolsillo y cuando se disponía a llamar a los servicios de emergencia, el asiático, con renovadas energías lo sujetó por la muñeca a la vez que decía: –no hay tiempo, escucha.

–Tranquilo, amigo –le dijo Carlos profundamente sorprendido por su reacción–, sólo voy a avisar a una ambulancia.

–Lo que tengo que decirte es más importante… –contestó entre jadeos con la voz entrecortada.

–Me llamo Chin Fang y trabajo para…

–Eso no importa ahora –interrumpió Carlos pensando que deliraba.

–Silencio, déjame terminar, me lo agradecerás. Mi objetivo era verter una sustancia en el embalse que abastece a esta ciudad. He finalizado con éxito mi misión. Me dirigía al aeropuerto para volar hacia Madrid y luego salir hacia mi país, cuando he tenido este percance. Ya no veré de nuevo mi patria. Ahora viene lo importante, esto puede salvarte –dijo señalando el maletín–, la llave de las esposas está en un bolsillo de mi pantalón. Con mi muerte cerca alcanzo a discernir que he obrado mal, aunque he cumplido con mi deber. Sin embargo te doy una oportunidad, no la desperdicies y perdóname por… –concluyó entre estertores.

–No entiendo a qué viene esto, ¿a qué te estás refiriendo, que tipo de sustancia has vertido… qué…? –preguntó angustiado Carlos.

Pero ya no hubo más respuestas. Había logrado mantenerse con vida, en un esfuerzo supremo, el tiempo suficiente para mencionarle esos hechos.

Sin más dilación lo dejó cuidadosamente en el suelo, registró su bolsillo y con una de las llaves que encontró abrió las esposas y, pensando que alguien haría menos preguntas si no las encontraban con el cadáver, las guardó en su maletero junto con el maletín metálico. Luego llamó a una ambulancia, a la guardia civil y se sentó al lado de Chin, preguntándose si todo lo que le había revelado sería cierto y, de serlo, cómo debería actuar y a quién se lo diría. Mientras veía acercarse las luces de la ambulancia una última pregunta acudió a su mente: –¿Qué coño contendría el maletín?

lunes, 7 de abril de 2008

Capítulo 4

Capítulo 4

23 de marzo de 2008, en algún lugar de Pyongyang (Corea del Norte)


El general Min-ho Park estudiaba atentamente el dossier que le había entregado el coronel Bae Li.

– ¿Estos datos son correctos? ¿Me garantiza la efectividad que indican? –interrogó el general.

–Totalmente mi general, después de cuatro meses de pruebas, los científicos han llegado a la conclusión que la efectividad rondará el sesenta y cinco o el setenta por ciento. La propagación se conseguirá tanto por contacto físico como por aerosol, de manera similar a un simple catarro. También han constatado que en el agua dulce la propagación es excelente, incluso superior a los otros métodos –explicó Bae.

–Tenemos preparadas las vacunas necesarias para nuestro ejército y las personas que ha ordenado –añadió el coronel.

–Mis felicitaciones, lo ha conseguido con casi tres meses de adelanto –manifestó realmente sorprendido el general.

–Gracias mi general, es mi deber, por fin conseguiremos que nuestra nación logre la supremacía que merece –aseveró con orgullo Bae.

– ¿Cuándo sería capaz de ponerlo todo en marcha?

–Si me da la orden, en diez días nuestros agentes habrán acabado la distribución en sus respectivos países… a los quince reinará el caos mundial –afirmó con serenidad el coronel Bae.

–Ponga en marcha la operación y cierre las fronteras hoy mismo, imponga el toque de queda y envíe un comunicado a las embajadas explicando que es debido a unas maniobras militares, no pedirán más explicaciones –ordenó el general.

–A sus órdenes –respondió, acto seguido se cuadró, saludó marcialmente y salió de la habitación.
Min-ho se levantó y contempló la ciudad a través de su ventana. – ¿Cómo acabaría lo que estaba a punto de empezar? ¿Conseguiría sus objetivos? ¿Sería al fin la República Popular de Corea la “superpotencia” que debía ser? ¿Descubrirían sus planes?

Las preguntas se agolpaban en su mente, –el tiempo –exclamó en voz alta–, el tiempo será mi juez inexorable. Se dirigió a un armario que había en la habitación, recogió una jeringuilla que contenía quince centímetros cúbicos de un líquido lechoso y sin más dilación se la clavó en el hombro izquierdo e inyectó el líquido en su cuerpo. Luego la guardó en el armario y salió de su despacho rumbo a su domicilio, como otro día más.

viernes, 4 de abril de 2008

Capítulo 3

Capítulo 3

Encendió dos bengalas y las lanzó delante, a izquierda y derecha. La luz dejó entrever una estancia rectangular, con una singular mesa de unos dos metros de largo justo en medio, coronada por una hilera de velas apagadas.

–Te estaba esperando.

La voz era fuerte, grave, gutural. Había sonado a su derecha, sin embargo, allí no había nadie.

–¿Dónde estás engendro? –preguntó, buscándolo con la mirada.

–Aquí me tienes –y al momento apareció delante de él.

–¿De dónde había salido? ¿tan rápido era? –esas preguntas rondaban su mente, mientras lo observaba.

Tenía delante de él a un sujeto de casi 1,90, de pelo negro y largo, con unos ojos penetrantes e hipnóticos de un azul intensísimo, rostro amarillento y facciones cuadradas; era de una gran corpulencia. En su mejilla derecha se podía observar una cicatriz con forma de tres líneas paralelas de un centímetro de longitud y más bien gruesas. Vestía una especie de túnica negra que dejaba ver unas manos alargadas y huesudas, en cuyos dedos destacaban unas espantosas uñas negras y puntiagudas. Infundía temor con su sola presencia.

Con toda la velocidad y destreza que pudo, Singleton, acercó la mano derecha a su espalda y desenfundó de debajo de su camisa un pequeño revolver que llevaba oculto, mientras se arrodillaba para poder apuntar mejor. Extendió sus brazos, apuntó y disparó sus seis balas. Todas dieron en el torso de su oponente, no habría podido fallar, estaba a menos de dos metros. Increíblemente éste apenas se trastabilló y dio un paso hacia atrás. Singleton no se impresionó, sabía que esas balas sólo lo debilitarían unos segundos, así que, sin más dilación cogió el cuchillo que llevaba colgado en su cinturón y saltó hacia delante agarrando al ser por el cuello. Los dos cayeron al suelo forcejeando, Singleton logró ponerse encima a horcajadas, –podía lograrlo –pensaba. Sujetó el cuchillo firmemente y empezó a clavarlo en el corazón de su enemigo. La punta ya había hendido en su carne, cuando el ser lo asió brutalmente por el cuello, con una despiadada sonrisa de triunfo en su rostro, levantándolo con una fuerza descomunal, mientras con la otra mano le despojaba del cuchillo, fracturándole el brazo en la acción con extrema facilidad. El dolor lacerante le hizo gritar mientras era lanzado por los aires. Su espalda impactó contra la pared de la cabaña, se escuchó un sonoro “crac” y el golpe le hizo expulsar todo el aire de sus pulmones, a la vez que se rompía tres o cuatro vértebras. Entonces todo quedó a oscuras y en silencio.

Despertó con fuertes dolores de cabeza, pero extrañamente no le dolía ninguna otra parte de su cuerpo. Estaba acostado boca arriba, podía apreciar las vigas viejas y torcidas del techo de la cabaña y la luz de unas velas detrás de su cabeza. Al intentar moverse comprobó que no podía, se había roto la espalda. Intuyó que estaba sobre la mesa y entendió que había perdido la partida, nada podía hacer más salvo rezar, era su fin. –Maldición, ahora que está amaneciendo –pensó, viendo como los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de la puerta.

–Veo que por fin has recuperado la consciencia –dijo la voz.

–Maldito seas, no lo lograrás, serás perseguido, no obtendrás descanso alguno ni paz, tu estirpe morirá contigo –gimió Singleton visiblemente alterado.

–¡Ja ja! –rió atronadoramente–, tus ojos no verán otro amanecer.

–Me reuniré con Dios, entonces.

–¿Dios? –Preguntó con sorna el ser–. ¡No hay Dios!

Entonces se inclinó hacia Singleton, y…

–Es… tu fin –logró balbucear, antes de exhalar por última vez y fallecer.

Sobresaltado por ese estertor final y también por sus agudos sentidos, el ser se giró, se acercó a la puerta de la cabaña y lo vio, – ¿Cómo era posible, habrían inventado un arma definitiva contra ellos? No, no era un arma. El destino quizá. Asumió su final, sonriendo, sabía que sería vengado, Singleton se había equivocado…

La brillante bola de fuego se fue haciendo más y más grande, era algo insólito, incluso bello. No llegó a tocar el suelo, explotó en el aire, suspendiéndose mayestática. Todos los seres vivos que estaban mirando el objeto en cien kilómetros a la redonda quedaron cegados para siempre, un segundo después, el ser, Singleton y todo el conjunto de cabañas quedó reducido a cenizas. El humo y los gases liberados se elevaron en el cielo en forma de hongo de unos sesenta kilómetros de alto y unos treinta de ancho. La onda expansiva destruyó toda vida en un radio de cincuenta kilómetros, arrancó árboles de cuajo y tumbó, dormidos para siempre, postrados ante tal poder de destrucción, a los más resistentes.

La mayoría de estaciones sismológicas del mundo registraron el fenómeno e identificaron el punto de impacto pero únicamente en una, la de Londres, alguien apellidado Duncan derramaba unas lágrimas, mientras rezaba una oración embargado de una profunda emoción. Se había logrado, pero no de la forma pensada. Habían pagado un precio muy alto, demasiado.

miércoles, 2 de abril de 2008

Capítulo 2

Capítulo 2


Las cabañas estaban situadas en un pequeño cañón sin salida, eran cinco. Estaban dispuestas formando un pentágono. Las cuatro primeras, de semejantes dimensiones, y la más alejada, un poco mayor.

Se hallaban a unos cien metros de las dos primeras cuando los vieron; en principio eran cuatro o cinco, pero a medida que se iban acercando su número crecía. Shaw corría con un cigarro encendido en la boca e iba contando mentalmente, notaba latir su corazón a un ritmo que no había sentido antes, sabía que era por el terror más que por el esfuerzo.

Podía ver al menos a veinte o treinta de esos seres. Portaban cuchillos, hoces e incluso palos, otros iban con las manos desnudas. Mientras se preguntaba si algún día volvería a su hogar, sacó un cartucho de dinamita, acercó el cigarro, encendió la mecha y lo lanzó contra la multitud. El estallido fue más ensordecedor si cabe, debido al silencio sepulcral. Una docena de cuerpos volaron por los aires entre miembros amputados y sangre, en lo que era la carnicería humana más espantosa que había visto nunca.

El grupo se detuvo mientras Shaw se dedicaba a encender y lanzar, a toda la velocidad que podía, con su rostro bañado en lágrimas. Apenas estaban a unas docenas de metros de ellos y la escena que estaban presenciando era dantesca, como salida de una pesadilla.

A cada momento aparecían más y más e iban acercándose a ellos peligrosamente, –¡la dinamita no será suficiente, voy a volar las cabañas que pueda. Será mejor que nos dividamos y lo intentemos por separado! –gritó Shaw entre el estruendo producido por las explosiones. –Os cubriré, ¡vamos, moveos y buena suerte!

Las dos primeras cabañas volaron en mil pedazos, entonces se separaron sin mediar palabra, sabían que Shaw no duraría mucho. Singleton y Duncan iban juntos y cuando atravesaron la humareda de las explosiones se encontraron con otros treinta o cuarenta seres. –¿De dónde coño pueden salir tantos? –Preguntó retóricamente Duncan, –va a ser imposible llegar al final, son demasiados.

Acto seguido y con toda la firmeza de la que eran capaces empuñaron sus revólveres y comenzaron a disparar, los cuerpos caían cerca de ellos, diez, quince… pronto se quedaron sin municiones. Ya no les daría tiempo a recargar de nuevo, estaban demasiado cerca, así que desenvainaron sus espadas y empezaron a abrirse paso a mandobles.

No miraban atrás, peleaban hombro con hombro, cada vez más extenuados preguntándose en silencio que habría sido de sus compañeros. Prácticamente estaban rodeados y ya les habían herido levemente varias veces, parecía que no lo iban a conseguir, cuando de repente la muchedumbre perdió todo el interés en ellos y empezó a dirigirse hacia la última cabaña.

Singleton y Duncan se miraron sorprendidos, no veían a ninguno de sus compañeros. Súbitamente Duncan gritó, señalando hacia la cabaña:
–¡Allí, allí, es Shaw, parece malherido, ha conseguido llegar!

–Vayamos hacia él, su dinamita nos vendrá muy bien –advirtió Singleton señalando hacia la multitud que se dirigía hacia Shaw.

Empezaron a correr con todas las fuerzas que les quedaban, entonces vieron que Shaw les hacía una señal para que se detuvieran. Estupefactos vieron como arrojaba sus armas y comenzaba a correr hacia los seres dejándose arrollar por ellos. Duncan no pudo soportarlo y echó a correr hacia su amigo. –¡No, no, maldita sea Shaw! –chillaba.

–¡Detente, espera, no vayas, ya está perdido, va a...! –intentó advertirle Singleton comprendiendo la situación.

No llegó a terminar la frase, cuando se vio lanzado por el aire. La explosión había sido realmente espectacular. Aturdido, sangrando por sus heridas y con un tímpano reventado se incorporó despacio y comprendió lo que Shaw había hecho. Se había sacrificado, atrayendo a todo el tropel y haciendo explotar toda la dinamita que llevaba con él.

Había restos humanos y sangre por todas partes, parecía el mismo infierno, Duncan yacía en el suelo a unos metros de él. Echó una ojeada a su alrededor intentando encontrar a alguno de sus compañeros, pero no vio a ninguno, parecía ser que todos habían caído. Cuando hizo ademán de acercarse a auxiliar a Duncan, éste negó con la cabeza y a duras penas logró señalar con su mano hacia la última cabaña. Singleton asintió apesadumbrado y comprendiendo que todo dependía ya de él, se dirigió hacia el punto final de su misión.

Al llegar a la entrada se detuvo, murmuró una plegaria, inspiró profundamente y de una patada abrió la puerta. Entonces, extrañamente sereno y falto de temor, asumiendo su destino, cruzó el umbral y penetró en la oscuridad de la cabaña.

martes, 1 de abril de 2008

Primera parte. Capítulo 1

PRIMERA PARTE: EL FIN DE LOS TIEMPOS

Capítulo 1

Tungunska, en el corazón de Siberia (Rusia), 29 de junio de 1908


Apenas faltaba media hora para la puesta de sol, el grupo de ocho personas caminaba hacia las cabañas que Duncan había avistado el día anterior. Al frente iba Oleg, el guía local. Lo habían contratado en su pueblo natal, debido al conocimiento que tenía del terreno así como por ser la única persona que comprendía algo de inglés; su rostro estaba perlado de sudor, no debido al calor o al esfuerzo, sino al terror profundo que se estaba adueñando de él a cada paso que daba.

La expedición estaba organizada para ir en busca de una mina de oro. Oleg se lo había creído, al menos hasta hace tres días, cuando aquellos dos seres irrumpieron en su campamento con las primeras luces del alba. Al principio le parecieron hombres normales, pero mientras se aproximaban su instinto le decía que algo no estaba bien. Eso fue lo que le salvó la vida. Si no llega a avisar a Singleton a gritos, ahora ya no estaría encabezando esta expedición, aunque no tenía claro que hubiese sido lo mejor para él.

El recuerdo de lo que sucedió en el campamento le hacía estar más nervioso a cada momento, estaba sintiendo un puro y primitivo pánico.

Quedaban al menos unos trescientos metros para llegar a la primera cabaña y el silencio era imponente, espeluznante, como si toda la naturaleza mostrara sus respetos ante lo que se avecinaba. Singleton levantó el puño derecho y todo el grupo se detuvo. Sin más, formaron un círculo y se desprendieron de todos los enseres que portaban.

–Hoy es el día, hoy acabará todo –arengó Singleton con voz muy grave, –estoy orgulloso de vosotros, hemos llegado hasta aquí y es imprescindible que finalicemos nuestro cometido.

Oleg puso cara de espanto, ya que, en su pobre inglés creyó entender lo que se proponían a hacer. Saltaba a la vista la lividez de su rostro y el temblor de sus hombros.

–Gracias por todo Oleg, será mejor que des media vuelta y regreses a tu hogar, o que lo intentes, no sé si será tarde ya –le dijo Singleton con pesar.

Le entregó unas monedas de oro y un pequeño saco que contenía algunas provisiones y agua, así como un revólver.

–Has visto lo que sucedió en el campamento, si te ves en apuros supongo que sabrás lo que tienes que hacer, yo de ti usaría la última bala… –sugirió Singleton.

Tomó lo que Singleton le daba y medio comprendiendo la situación se giró y empezó a caminar en dirección a su hogar.

–Será mejor que corras, hazlo con todas tus fuerzas muchacho –gritó Singleton. Aún sin entender completamente lo que le decía, algo en su interior le hizo empezar a correr desprendiéndose de todo, excepto el revólver que llevaba empuñado.

–Caballeros, es la hora –les recordó Singleton. – ¿Cómo estamos de munición, Duncan?

–Tenemos unas doscientas balas para los revólveres y para los rifles unas cincuenta.

–Olvidaos de los rifles, sólo llevaremos las espadas y los revólveres, así que reparte la munición. Shaw, tú llevas la dinamita, irás delante, los demás detrás, en tres grupos de dos. Todos sabéis lo que hay que hacer, tenemos poco tiempo antes que empiece a anochecer, si alguien cae no recibirá ayuda, a partir de este momento cada uno deberá valerse por sí mismo; tenemos que llegar a la última cabaña a toda costa. Que Dios nos ayude.

– ¡A por ellos señores! –rugió Duncan mientras echaban a correr en dirección a las cabañas.