miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo 18

Capítulo 18

Llevaban casi una hora de camino, acababan de entrar en Galicia y a Hagen se le veía cada vez peor. Su respiración era entrecortada, tenía bastante fiebre y deliraba. Él mismo empezaba a notar que estaba cada vez más débil y tenía unas décimas de fiebre. Les quedaban por delante más de dos horas de viaje y sabía que no llegarían, por lo menos en las mejores condiciones.

Tantos años persiguiéndolo –pensó‑, tantas veces que logró regatear a la muerte y ahora, gracias a unos auténticos majaderos, probablemente todo se iría al garete. Pero no estaba dispuesto a dejarse vencer tan fácilmente, lucharía contra la enfermedad con todas sus fuerzas y, si finalmente perdía, pues bueno, mala suerte para los supervivientes.

Sopesó sus opciones y optó por lo más sensato, dirigirse hacia la siguiente población que indicaba su navegador. Burela, podía leerse, un típico pueblo costero de ocho mil habitantes, con el puerto pesquero más importante de todo el mar Cantábrico. Introdujo la búsqueda de un hotel y aceleró la marcha.

Al entrar en la población, a la derecha, se encontró una gasolinera, le llamó la atención que sus dos empleados llevaban puesta una mascarilla, de las de tipo quirúrgico. No se detuvo. Apenas se veía gente por la avenida principal, una larga recta en bajada a mitad de la cual se encontraba su hotel. Estacionó su vehículo justo enfrente y se dirigió a la recepción. Mostró su pasaporte y se identificó como un vendedor de equipos informáticos. Pidió una habitación doble con dos camas y le explicó al recepcionista la situación en que se encontraba su compañero. Entre los dos lograron subirlo a la habitación y recostarlo en una de las camas.

‑Muchas gracias ha sido muy amable –le dijo mientras le alargaba un billete de veinte euros.

‑No es necesario, señor –exclamó educadamente el recepcionista.

‑Insisto, por favor –replicó‑. Por cierto me he fijado que los empleados de la gasolinera llevaban mascarillas, ¿ha ocurrido algo?

‑ ¿No se ha enterado? –preguntó‑. Claro es usted extranjero. Han dicho por la televisión que hay una epidemia de gripe en todo el país.

‑Nada grave, espero –mintió Duncan.

‑Parece ser que no, pero han recomendado quedarse en casa y no circular por las calles, por los contagios supongo.

‑Bueno, entonces ya sé lo que tiene mi compañero –sonrió‑, ¿podría indicarme dónde puedo encontrar una farmacia? –agregó mientras salían de la habitación.

Apenas pudo conseguir una caja de aspirinas, la gente había acudido en masa a las farmacias y prácticamente se habían quedado sin existencias. Le comentaron que incluso habían tenido que despachar antibióticos –totalmente ineficaces ante una enfermedad viral‑, ya que algunos individuos se habían comportado de manera violenta y así, al menos, lograron evitar altercados más graves.

Se topó con varios transeúntes, todos cargados con bolsas llenas de alimentos y con la susodicha mascarilla puesta. Entró en una tienda de alimentación y se quedó estupefacto mirando el interior. La mayor parte de los estantes estaban prácticamente vacíos. Se hizo con unas cuantas botellas de bebida isotónica y bastantes bolsas con hielo.

Ya en el hotel, tras hablar con el conserje y asegurarse de que no les molestarían, aseguró la puerta por dentro y deshizo las maletas.

‑Vaya –exclamó mientras empuñaba el arma de Hagen, idéntica a la suya‑, el muchacho tiene iniciativa y ha venido prevenido. Guardó las pistolas y la munición en la caja fuerte y colocó la ropa en el armario.

Logró desvestir a su ayudante y le aplicó hielo envuelto en toallas bajo su cuello y axilas, así como en su frente, con el fin de intentar rebajar su temperatura corporal.

Su indisposición iba en aumento, tenía cada vez más fiebre y malestar general, así que se tomó un par de aspirinas y decidió dormir un rato.

Cuando despertó se sentía como si le hubiesen dado una paliza, le dolían todos los músculos del cuerpo y tenía más fiebre. Notó que estaba oscureciendo. Miró el reloj y vio que había dormido casi ocho horas. Haciendo acopio de todas sus fuerzas logró levantarse y echó un vistazo a la cama de al lado.

Hagen, inconsciente, respiraba de un modo inapreciable, pero estaba vivo. Le tocó la frente. Estaba ardiendo, el hielo no había hecho ningún efecto, aún así volvió a aplicárselo. Luego se tomó otras dos aspirinas junto con dos litros de la bebida isotónica. Como pudo se aplicó hielo a sí mismo y se volvió a quedar dormido, agotado.

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